lunes, 4 de febrero de 2008

Kapo






Título original: Kapò.
País: Italia.
Dirección: Gillo Pontecorvo.
Reparto: Susan Strasberg, Laurent Terzieff, Emmanuelle Riva, Didi Perego, Gianni Garko, Paola Pitagora. Pavel Volkov, Yuri Averin, Kirill Alekseyev.
Año: 1960.

Noche y Niebla

Hiroshima, mon amour


Dirección: Alain Resnais
Año: 1959
Duración: 88 min.
Guión: Marguerite Duras
Música: Georges Deleure & Giovanni Fusco
Reparto: Emmanuelle Riva, Eiji Okada, Bernard Fresson, Stella Dassas, Pierre Barbaud.

Le Cinéma des Cahiers

Le Cinéma des Cahiers


Dirección: Edgardo Cozarinsky
Guión: Edgardo Cozarinsky
2001
Francia
Documental - Histórica
Film - color - 88' - francés
Apta todo público

Resumen argumental:
Documental sobre Cahiers du Cinema, la célebre revista francesa de crítica de cine, creada en los años 50 por el teórico André Bazin y algunos discípulos con el propósito de romper con la tradición del cine literario francés y consagrar la teoría del cine de autor.

Del seno de este medio surgieron muchos de los nombres más importantes de la crítica cinematográfica y del séptimo arte francés, ya que muchos de ellos -como Francois Truffaut, Jacques Rivette, Jean-Luc Godard- tomaron luego las cámaras y crearon el movimiento fílmico conocido como nouvelle-vague.

El documental toma a Cahiers desde los comienzos y la sigue hasta los años 80, dejando afuera explícitamente a la última camada de críticos, porque -según el director, el argentino radicado en Francia Edgardo Cozarinsky- aún no hay perspectiva histórica para abordarlos.

De estructura más convencional que otras obras del realizador -aunque no por eso menos imprescindible para cinéfilos-, el film muestra su simpatía por la línea original de la revista, intenta reflejar sus cambios ideológicos -pasó de la crítica pura a la defensa del maoísmo- y hace hincapié en algunos detalles pintorescos, como la partida de uno de sus redactores fundamentales, que abandonó el proyecto en 1993 enojado por la decisión editorial de publicar en tapa la película La lista de Schindler, de Steven Spielberg.

De la Abyección

Jacques Rivette (Cahiers du cinema, n° 120, junio de 1961)


Lo menos que se puede decir es que, cuando se acomete una película sobre un tema como éste (los campos de concentración), es difícil no proponer previamente ciertas cuestiones; pero todo transcurre como si, por incoherencia, necedad o cobardía, Pontecorvo hubiera decidido descuidar planteárselas.

Por ejemplo, la del realismo: por múltiples razones, de fácil comprensión, el realismo absoluto, o el que puede llegar a contener el cine, es aquí imposible; cualquier intento en este sentido será necesariamente incompleto («por lo tanto inmoral»), cualquier tentativa de reconstitución o de enmascaramiento irrisorio o grotesco, cualquier enfoque tradicional del «espectáculo» denota voyeurismo y pornografía. El director se ve obligado a atenuar, para que aquello que se atreve a presentar como la «realidad» sea físicamente soportable para el espectador, el cual no puede sino llegar a la conclusión, quizá inconscientemente, de que, por supuesto, esos alemanes eran unos salvajes, pero que, al fin y al cabo, la situación no era intolerable, y que, si los prisioneros se portaban bien, con un poco de astucia o de paciencia podían salir del paso. Al mismo tiempo, cada uno de nosotros se habitúa hipócritamente al horror, éste forma poco a poco parte de la costumbre y muy pronto integrará el paisaje mental del hombre moderno; ¿quién podrá la próxima vez extrañarse o indignarse ante lo que, en efecto, habrá dejado de ser chocante!

Entonces comprendemos que la fuerza de Nuit et Brouillard (1955) procede en menor medida de los documentos que del montaje, de la ciencia con la que se ofrecen a nuestra mirada los crudos hechos, reales, por desgracia, en un movimiento que es justamente el de la conciencia lúcida, y casi impersonal, que no puede aceptar comprender y admitir el fenómeno. Se han podido ver en otras ocasiones documentos más atroces que los recogidos por Resnais; ¿pero a qué no puede acostumbrarse el hombre? Ahora bien, uno no se acostumbra a Nuit et Brouillard; es porque el cineasta juzga lo que muestra, y es juzgado por la manera en que lo muestra.

Otra cosa: se ha citado en gran manera, por todas partes, y la mayoría de las veces de forma absurda, una frase de Moullet: la moral es una cuestión de travellings (o la versión de Godard: los travellings son una cuestión de moral). Se ha querido ver en ello el colmo del formalismo, cuando en realidad más bien podría criticarse su exceso «terrorista», por recurrir a la terminología paulhaniana. Obsérvese sin embargo en Kapo el plano en el que Riva se suicida abalanzándose sobre la alambrada eléctrica. Aquel que decide, en ese momento, hacer un travelling de aproximación para reencuadrar el cadáver en contrapicado, poniendo cuidado de inscribir exactamente la mano alzada en un ángulo de su encuadre final, ese individuo sólo merece el más profundo desprecio. Desde hace algunos meses nos están calentando la cabeza con los falsos problemas de la forma y del fondo, del realismo y de la magia, del guión y de la «puestaenescena», del actor libre o dominado y otras pamplinas. Digamos que podría ser que todos los temas nacen libres y en igualdad de derechos. Lo que cuenta es el tono, o el acento, el matiz, no importa cómo lo llamemos: es decir, el punto de vista de un individuo, el autor, un mal necesario, y la actitud que toma dicho individuo con respecto a lo que rueda, y en consecuencia con el mundo y con todas las cosas. Lo cual puede expresarse con la elección de las situaciones, la construcción de la intriga, los diálogos, la interpretación de los actores, o la pura y simple técnica, «indistintamente pero en la misma medida».
Hay cosas que no deben abordarse si no es con cierto temor y estremecimiento; la muerte es sin duda una de ellas, ¿y cómo no sentirse, en el momento de rodar algo tan misterioso, un impostor? Más valdría en cualquier caso plantearse la pregunta, e incluir de alguna manera este interrogante en lo que se filma. Pero está claro que la duda es algo de lo que más carecen Pontecorvo y sus semejantes.

Hacer una película es, pues, mostrar ciertas cosas, es al mismo tiempo, y mediante la misma operación, mostrarlas desde un cierto ángulo, siendo esas dos acciones rigurosamente indisociables. Del mismo modo que no puede haber nada absoluto en la puesta en escena, ya que en lo absoluto no hay puesta en escena, el cine tampoco será nunca un «lenguaje»: las relaciones entre el signo y el significado no tienen ningún valor aquí, y no desembocan más que en herejías tan tristes como la pequeña Zazie. Toda aproximación al hecho cinematográfico que trate de sustituir la síntesis por la suma, la unidad por el análisis, nos remite inmediatamente a una retórica de imágenes que no tiene ya nada que ver con el hecho cinematográfico, no más que el diseño industrial con el hecho pictórico. ¿Por qué esta retórica sigue siendo tan querida por aquellos que se autodenominan «críticos de izquierdas»? Quizá es porque, al fin y al cabo, éstos son antes que nada unos irreductibles profesores, pero si desde siempre hemos detestado, por ejemplo, a Pudovkin, a De Sica, a Wyler, a Lizzani, y a los antiguos combatientes del IDHEC, es porque la materialización lógica de ese formalismo se llama Pontecorvo. Piensen lo que piensen los periodistas express, la historia del cine no vive una revolución cada ocho días. Ni la mecánica de un Losey, ni la experimentación neoyorquina le afectan en mayor medida que las olas de la playa a la paz de las profundidades. ¿Por qué? Porque unos no se plantean más que problemas formales, y otros los resuelven todos con antelación al no plantear ninguno. ¿Pero qué dicen más bien aquellos que realmente construyen la historia, los que también llamamos «hombres de arte»? Resnais confesará que, así como tal película de la semana le interesa en su calidad de espectador, sin embargo es ante Antonioni ante quien tiene el sentimiento de no ser más que un amateur. Sin duda Truffaut hablaría del mismo modo de Renoir, Godard de Rossellini, Demy de Visconti; y así como Cézanne, contra la opinión de todos los periodistas y cronistas, fue impuesto paulatinamente por los pintores, también los cineastas impondrán a la historia a Murnau o Mizoguchi...

El travelling de Kapo.

Serge Daney

Entre las películas que nunca vi no solamente están Octubre, Amanece o Bambi, sino también la oscura Kapo, un film sobre los campos de concentración rodado en 1960 por el italiano Gillo Pontecorvo. Kapo no hizo historia en la historia del cine. ¿Seré yo el único que, sin haberla visto, no la olvidará jamás? En realidad no vi Kapo y al mismo tiempo sí la vi, porque alguien -con palabras- me la mostró. Esta película cuyo título, como una palabra clave, acompañó mi vida cinéfila, solo la conozco a través de un breve texto: la crítica que hizo Jacques Rivette en junio de 1961 en Cahiers du cinéma. Era el número 120, y el artículo se llamaba "De la abyección". Rivette tenía treinta y tres años, yo diecisiete. Seguramente no había pronunciado nunca antes en mi vida la palabra "abyección".

En su artículo Rivette no cuenta la película sino que se contenta con describir un plano en una sola frase. La frase, que se grabó en mi memoria, decía así: "Observen, en Kapo, el plano en que Riva se suicida tirándose sobre los alambres de púa electrificados: el hombre que en ese momento decide hacer un travelling hacia adelante para reencuadrar el cadáver en contrapicado, teniendo el cuidado de inscribir exactamente la mano levantada en un ángulo del encuadre final, ese hombre merece el más profundo desprecio". Así, un simple movimiento de cámara podía ser el movimiento que no había que hacer. Para atreverse a hacerlo -naturalmente- había que ser abyecto. Apenas terminé de leer estas líneas supe que su autor tenía toda la razón.

Abrupto y luminoso, el texto de Rivette me permitía definir con palabras el rostro de la abyección. Mi rebeldía había encontrado su expresión. Pero, además, esa rebeldía estaba acompañada de un sentimiento más oscuro y sin duda menos puro: la serena revelación de haber adquirido mi primera certeza como futuro crítico. Durante esos años, efectivamente, "el travelling de Kapo" fue mi dogma portátil, el axioma que no se discutía, el punto límite de todo debate. Con cualquiera que no sintiera de inmediato la abyección del "travelling de Kapo" yo no tenía definitivamente nada que ver, nada que compartir.

Además, ese tipo de rechazo estaba de moda en esa época. Por el estilo rabioso y excesivo del artículo de Rivette, imaginaba que ya se habían producido debates terribles, y me parecía lógico que el cine fuera la caja de resonancia privilegiada de toda polémica. La guerra de Argelia se terminaba y por el hecho de no haber sido filmada volvía de antemano sospechosa cualquier tentativa de representación de esa Historia. Todo el mundo parecía entender que podía haber -incluso y sobre todo en el cine- figuras tabú, indulgencias criminales y montajes prohibidos. La célebre fórmula de Godard que ve en los travellings "una cuestión de moral" me parecía una de esas verdades evidentes sobre las cuales no se retractaría nadie. Yo no, en todo caso.

El artículo fue publicado en Cahiers du cinéma tres años antes de que terminara su período amarillo. ¿Acaso sentí que no podía haberse publicado en ninguna otra revista de cine, que ese texto pertenecía al pasivo de los Cahiers como yo, más tarde, les pertenecería? En cualquier caso, encontré mi familia, yo, que tenía tan poca. No era solo por mimetismo snob que compraba los Cahiers desde hacía dos años y compartía embelesado sus comentarios con un compañero -Claude D.- del liceo Voltaire. No por mero capricho, a principios de cada mes, pegaba la nariz contra la vidriera de una modesta librería de la Avenue de la République. Bastaba con que, bajo la banda amarilla, la foto en blanco y negro de la portada hubiera cambiado para que el corazón me diera un vuelco. Pero no quería que fuera el librero quien me dijera si la revista había salido o no. Quería descubrirlo por mí mismo y pedirla fríamente, con voz neutra, como si se tratara de un cuaderno de borrador. En cuanto a la idea de suscribirme, jamás se me pasó por la cabeza: me gustaba sentir esa impaciencia exasperada. Fuera para comprarlos, luego para escribir en ellos y finalmente para fabricarlos, no me molestaba quedarme en el umbral de los Cahiers porque, de todas maneras, los Cahiers eran "mi hogar".

En el liceo Voltaire un puñado de compañeros entramos subrepticiamente en la cinefilia. Puedo dar la fecha: 1959. La palabra "cinéfilo" era todavía un término feliz, pero ya tenía esa connotación enfermiza y ese aura rancia que poco a poco la desacreditarían. En cuanto a mí, menosprecié de entrada a aquellos que, demasiado normalmente constituidos, se burlaban de las "ratas de cinemateca" en que nos convertiríamos durante algunos años, culpables de vivir el cine como una pasión y la vida por procuración. A principios de los sesenta, el mundo del cine era aún un espacio maravilloso. Por un lado, poseía todos los encantos de una contracultura paralela. Por el otro, tenía la ventaja de estar ya constituido, con una sólida historia, con valores reconocidos (las preferencias de Sadoul, esa Biblia insuficiente), con su demagogia y sus mitos recalcitrantes, con sus batallas ideológicas y sus revistas en guerra. Las guerras prácticamente habían terminado y nosotros llegábamos un poco tarde, es cierto; pero no tanto como para no acariciar el sueño de apropiarnos de toda esa historia que todavía no tenía la edad del siglo.

Ser cinéfilo era simplemente engullir, paralelamente al del colegio, otro programa escolar con los Cahiers amarillos como línea rectora y algunos "guías" adultos que, con la discreción de los conspiradores, nos indicaban que allí había un mundo por descubrir y que podía tratarse nada menos que del mundo donde valía la pena vivir. Henri Agel (profesor de letras del liceo Voltaire) fue uno de esos guías singulares. Para evitarnos a nosotros y a él la pesadez de las clases de latín, sometía a elección mayoritaria la alternativa siguiente: dedicar la hora a un texto de Tito Livio o ver películas. La clase, que votaba por las películas, salía cautivada y pensativa del vetusto cineclub. Por sadismo y sin duda porque poseía las copias, Agel proyectaba películas apropiadas para "avivar" a los adolescentes. Films como La sangre de las bestias de Franju y, sobre todo, Noche y niebla de Resnais. Gracias al cine supe que la condición humana y la carnicería industrial no eran incompatibles, y que lo peor acababa de ocurrir.

Hoy me imagino que a Agel (para quien el Mal se escribía con mayúsculas) le gustaba atisbar sobre las caras de los adolescentes de la clase de quinto B los efectos de esta singular revelación. Había algo de voyeurismo en esa manera brutal de transmitir, por medio del cine, ese saber macabro e inevitable del cual éramos la primera generación heredera. Cristiano pero no proselitista, militante antes que elitista, Agel también mostraba, a su manera. Tenía ese talento. Mostraba porque había que hacerlo. Y porque la cultura cinematográfica en el colegio, por la cual militaba, pasaba también por esa selección silenciosa entre los que nunca olvidarían Noche y niebla y los demás. Yo no formaba parte de "los demás".

Una vez, dos veces, tres veces, según los caprichos de Agel y las clases de latín sacrificadas, miraba yo las famosas pilas de cadáveres, las cabelleras, los anteojos y los dientes. Escuché el comentario desolado de Jean Cayrol en la voz de Michel Bouquet y la música de Hans Eisler que parecía excusarse de existir. Extraño bautismo de imágenes: comprender al mismo tiempo que los campos de concentración eran verdad y que la película era justa. Y que el cine -¿y solo él?- era capaz de instalarse en los límites de una humanidad desnaturalizada. Sentí que las distancias establecidas por Resnais entre el sujeto filmado, el sujeto filmante y el sujeto espectador eran, tanto en 1959 como en 1955, las únicas distancias posibles. Noche y niebla, ¿una película "bella"? No, una película "justa". Era Kapo la que quería ser una película bella y no podía. Y yo nunca estableceré muy bien la diferencia entre lo bello y lo justo. De ahí el aburrimiento, ni siquiera "distinguido", que me producen las bellas imágenes.

Capturado por el cine, no tuve necesidad de ser seducido. Ni de que me hablaran como a un chico. De niño, no vi ninguna película de Walt Disney. Así como fui enviado directamente a la escuela primaria, estaba orgulloso de haberme ahorrado el bullicioso jardín de infantes de las proyecciones infantiles. Peor: los dibujos animados siempre serían para mí algo distinto del cine. Peor aun: los dibujos animados serían siempre un poco el enemigo. Ninguna "imagen bella", diseñada a fortiori, compensaba la emoción -el miedo y el temblor- frente a las cosas registradas. Y todo eso que es tan sencillo pero que necesité tantos años para formular simplemente, empezó a salir del limbo ante las imágenes de Resnais y el texto de Rivette. Nacido en 1944, dos días antes del desembarco aliado en Normandía, tenía edad para descubrir al mismo tiempo mi cine y mi historia. Menuda historia que durante mucho tiempo creí compartir con otros antes de entender -muy tarde- que era efectivamente la mía.

¿Qué sabe un niño? ¿Y ese pequeño Serge Daney que quería saber todo excepto lo que le concernía directamente? ¿Sobre qué trasfondo de ausencia en el mundo será requerida más tarde la presencia de las imágenes del mundo? Conozco pocas expresiones tan bellas como la de Jean-Louis Schefer cuando, en su libro L'homme ordinaire du cinéma, habla de las "películas que miraron nuestra infancia". Porque una cosa es aprender a ver películas "como un profesional" -para verificar por otro lado que son ellas las que nos miran cada vez menos- y otra cosa es vivir con las películas que nos vieron crecer y que nos miraron, rehenes precoces de nuestra biografía futura, atrapados en las redes de nuestra historia. Psicosis, La dolce vita, La tumba hindú, Río Bravo, El carterista, Anatomía de un asesinato, L'héros sacrilège [Mizoguchi] o, precisamente, Noche y niebla no son películas como las otras para mí.

Los cuerpos de Noche y niebla y, dos años más tarde, los de los primeros planos de Hiroshima mon amour son de "esas cosas" que me miraron más de lo que yo las vi. Eisenstein intentó crear ese tipo de imágenes pero fue Hitchcock quien lo consiguió. ¿Cómo olvidar -no es más que un ejemplo- nuestro primer encuentro con Psicosis? Entramos fraudulentamente al Paramount Opéra y, como es natural, la película nos aterrorizó. Hacia el final, hay una escena sobre la que mi percepción resbala, un montaje fragmentado del cual solo emergen accesorios grotescos: un salto de cama cubista, una peluca que se cae, un cuchillo blandido a punto de atacar. Al terror vivido en compañía le sigue la calma de una soledad resignada: el cerebro funciona como un segundo aparato de proyección que aislará la imagen, dejando a la película y al mundo seguir sin ella. No me imagino un amor por el cine que no se apoye sobre el presente robado de ese "siga usted sin mí".

¿Quién no ha vivido ese estado? ¿Quién no ha conocido esos recuerdos-pantallas? Imágenes no identificadas se inscriben en la retina, eventos desconocidos ocurren fatalmente, palabras proferidas se vuelven la cifra secreta de un saber imposible sobre uno mismo. Esos momentos "no vistos-no capturados" son la escena primitiva del cinéfilo, aquella de la cual estaba ausente aunque solo a él le concernía. En el sentido en que Paulhan habla de la literatura como de una experiencia del mundo "cuando no estamos ahí" y Lacan habla de "lo que falta en su sitio". ¿El cinéfilo? Es aquel que abre desmesuradamente los ojos pero que no se atrevería nunca a decirle a nadie que no pudo ver nada. Aquel que se forja una vida de "mirador" profesional, a fin de recuperar su retraso, de rehacerse y de hacerse. Lo más lentamente posible.

Así fue como mi vida tuvo su punto cero, un segundo nacimiento vivido como tal e inmediatamente conmemorado. La fecha es conocida, sigue siendo el año 1959. Es -¿coincidencia?- el año de la célebre frase de Duras: "No has visto nada en Hiroshima". Mi madre y yo salimos alucinados de ver Hiroshima mon amour -y no éramos los únicos- porque nunca pensamos que el cine fuera capaz de "eso". Y en el andén del subterráneo me doy cuenta de que esa pregunta odiosa que nunca había sabido contestar ("¿Qué vas a hacer de tu vida?") por fin tiene respuesta. Más tarde, de una forma u otra, será el cine. Jamás fui avaro en detalles sobre este "cine-nacimiento" en mí mismo. Hiroshima, el andén del subterráneo, mi madre, la antigua sala de los Agricultores y sus sillones de club serán evocados más de una vez como el decorado legendario del verdadero origen, aquel que uno eligió para sí.

Resnais, lo veo muy claro, es el nombre que une esta escena primitiva en dos años y tres actos. Puesto que Noche y niebla fue posible, Kapo nació perimida y Rivette pudo escribir su artículo. Sin embargo, antes de ser el prototipo del cineasta "moderno", Resnais fue para mí un guía más. Si revolucionó, como decíamos por aquel entonces, el "lenguaje cinematográfico", fue porque se tomó en serio su tema y porque tuvo la intuición, casi la suerte, de reconocerlo en medio de todos los demás: nada menos que la especie humana tal como salió de los campos de concentración nazis y del trauma atómico. Arruinada y desfigurada. También hubo algo raro en la manera como me volví un espectador algo aburrido de las otras películas de Resnais. Me parecía que sus intentos de revitalizar un mundo, del cual solo él había registrado a tiempo la enfermedad, estaban destinados a no producir sino malestar.

Por lo tanto, no es con Resnais con quien haré el viaje del cine "moderno" y su devenir, sino más bien con Rossellini. No es con Resnais con quien aprenderé lecciones sobre las cosas y sobre moral, sino con Godard. ¿Por qué? Primero, porque Godard y Rossellini hablaron, escribieron y reflexionaron en voz alta. Y la imagen de Resnais plantado como la Estatua del Comendador, aterido en su chaqueta y pidiendo -con derecho pero en vano- que le crean cuando declaró no ser un intelectual, terminó por ofuscarme. ¿Fue acaso una forma de "vengarme" del hecho de que dos de sus películas hubieran "levantado el telón de mi vida"? Resnais fue el cineasta que me sacó de la infancia o, mejor dicho, que hizo de mí un niño serio por más de tres décadas. Pero, de adulto, no volvería a compartir nada con él. Recuerdo que al final de una entrevista -cuando estrenaba La vida es una novela- tuve ganas de hablarle del impacto que Hiroshima mon amour había producido en mi vida, lo cual me agradeció con un aire seco y distante, como si hubiera elogiado su nuevo impermeable. Me ofendí, pero estaba equivocado: las películas "que miraron nuestra infancia" no se pueden compartir, ni siquiera con su autor.

Ahora que esta historia se acabó y que tuve más que mi parte de la "nada" que había para ver en Hiroshima, me planteo fatalmente la pregunta: ¿podía haber sido de otra manera? ¿Podía haber, frente a los campos de concentración, otra actitud "justa" posible que la del antiespectáculo de Noche y niebla? Una amiga mía recordaba hace poco el documental de George Stevens, realizado al final de la guerra, enterrado, exhumado y exhibido recientemente en la televisión francesa. La primera película que registró la apertura de los campos de concentración en colores y a la que esos mismos colores llevan -sin ninguna abyección- al arte. ¿Por qué? ¿La diferencia entre el color y el blanco y negro? ¿Entre Europa y América? ¿Entre Stevens y Resnais? Lo maravilloso de la película de Stevens es que se trata de un relato de viaje: la progresión cotidiana de un pequeño grupo de soldados que filman y de cineastas que vagabundean a través de una Europa arrasada, desde Saint-Malô en ruinas hasta Auschwitz, que nadie había previsto y que conmociona al equipo de rodaje. Mi amiga me decía que las pilas de cadáveres poseen una belleza extraña que hace pensar en la gran pintura de este siglo. Como siempre, Sylvie Pierre tenía razón.

Ahora entiendo que la belleza del documental de Stevens depende menos de la distancia justa con la que filmó que de la inocencia con que miró todo aquello. La distancia justa es el fardo que debe cargar el que viene "después"; la inocencia es la gracia terrible otorgada al primero que llega, al primero que ejecuta, simplemente, los gestos del cine. Solo a mediados de los años 70 pude reconocer en el Salô de Pasolini, o incluso en el Hitler de Syberberg, el otro sentido de la palabra "inocente": no tanto el no culpable sino aquel que, filmando el Mal, no piensa mal. En 1959 y recién endurecido por su descubrimiento, yo ya compartía la culpabilidad de todos. Pero en 1945 bastaba tal vez con ser americano y asistir, como George Stevens o el cabo Samuel Fuller en Falkenau, a la apertura de las verdaderas puertas de la noche con una cámara en las manos. Había que ser americano (es decir, creer en la inocencia fundamental del espectáculo) para obligar a la población alemana a desfilar ante las tumbas abiertas y mostrarles junto a qué habían vivido. Sucedió diez años antes de que Resnais se sentara a su mesa de edición y quince años antes de que Pontecorvo agregara ese pequeño movimiento que nos indignó a Rivette y a mí. La necrofilia era el precio de ese "retraso" y el reverso erótico de la mirada "justa", el de la Europa culpable, el de Resnais y, en consecuencia, el mío.

Así empezó mi historia. El espacio abierto por la frase de Rivette era perfectamente el mío, como ya era mía la familia intelectual de Cahiers du cinéma. Pero ese espacio era más una puerta estrecha que un campo vasto y abierto. Con ese goce, por el lado noble, de la distancia justa y su reverso de necrofilia sublime o sublimada. Y, por el lado innoble, la posibilidad de un goce totalmente diferente e insublimable. Fue Godard quien, mostrándome unos cassettes de "pornografía concentracionaria" guardados en un rincón de su videoteca de Rolle, se asombró un día de que nunca se hubiera elaborado una crítica ni se hubiera formulado una prohibición contra esas películas. Como si la bajeza de las intenciones de sus realizadores y la trivialidad de los fantasmas de sus consumidores las "protegieran", de algún modo, contra la censura y la indignación. Esto prueba que en la subcultura perduraban las sordas reivindicaciones de una complicidad obligatoria entre los verdugos y las víctimas. La existencia de esas películas nunca me había preocupado. Tenía hacia ellas (como hacia todo cine abiertamente pornográfico) la tolerancia casi cortés con que se acepta la expresión de la obsesión cuando es tan cruda que solo puede reivindicar la triste monotonía de su necesaria repetición.

Es la otra pornografía (la "artística" de Kapo, como más tarde la de Portero de noche y otros productos "retro" de los años 70) la que siempre me indignó. A la estetización consensual a posteriori, prefería el retorno obstinado a las no-imágenes de Noche y niebla, e incluso el derrame pulsional de cualquier Loba entre los SS que nunca vería. Esas películas tenían por lo menos la honestidad de tomar en cuenta una misma imposibilidad de contar, un alto en la continuidad de la Historia, cuando el relato se cristaliza o se desboca en el vacío. En ese sentido, no habría que hablar de amnesia o de represión sino de forclusión. Palabra cuya definición lacaniana entendería más tarde: retorno alucinatorio a una realidad sobre la cual no fue posible establecer un "juicio de realidad". Dicho de otra manera: puesto que los cineastas no filmaron a su debido tiempo la política de Vichy, su deber, cincuenta años después, no consiste en enmendarse imaginariamente con películas como Adiós a los niños, sino en retratar actualmente a esa buena gente francesa que, de 1940 a 1942, Velódromo de Invierno incluido, ni se inmutó. Siendo el cine un arte del presente, sus remordimientos carecen totalmente de interés.

Por eso, el espectador que fui de Noche y niebla y el cineasta que con esa película intentó mostrar lo irrepresentable estábamos unidos por una simetría cómplice. O bien es el espectador quien súbitamente "falta en su sitio" y se detiene mientras la película sigue, o bien es la película la que en lugar de "continuar" se repliega sobre sí misma y sobre una imagen provisoriamente definitiva, que permite al sujeto-espectador seguir creyendo en el cine y al ciudadano vivir su vida. Un alto en el espectador, un alto en la imagen: el cine ha entrado en su edad adulta. La esfera de lo visible dejó de estar totalmente disponible: hay ausencias y huecos, cavidades necesarias y llenos superfluos, imágenes que faltarán siempre y miradas para siempre insuficientes. Espectáculo y espectador asumen sus responsabilidades. Es así que, habiendo escogido el cine, ese famoso "arte de la imagen en movimiento", empecé mi vida de "cinéfago" bajo el signo paradójico de una primera imagen detenida.

Ese alto me protegió de la necrofilia estricta y no vi ninguna de las películas raras o documentales "sobre los campos de concentración" que siguieron a Kapo. Para mí el asunto había concluido con Noche y niebla y el artículo de Rivette. Durante mucho tiempo fui como el gobierno francés, que ante cualquier incidente antisemita difundía precipitadamente la película de Resnais, como si formara parte de un arsenal secreto que podía oponer indefinidamente sus virtudes de exorcismo a la recurrencia del Mal. Pero si yo no aplicaba el axioma del "travelling de Kapo" a las películas cuyo tema las exponía a la abyección, es porque intentaba aplicárselo a todos los films. "Hay cosas -había escrito Rivette- que deben ser abordadas en el miedo y en el temblor; la muerte sin duda es una de ellas; ¿cómo filmar algo tan misterioso sin sentirse un impostor?" Yo estaba de acuerdo. Y como son raras las películas en las que no muere alguien, había muchas ocasiones de tener miedo y de temblar. Ciertos cineastas, efectivamente, no eran impostores. Es así como, siempre en 1959, la muerte de Miyagi en Cuentos de la luna pálida me clavó, desgarrado, a mi butaca del teatro Bertrand. Porque Mizoguchi había filmado la muerte como una fatalidad vaga, de la cual se veía claramente que podía y no podía producirse. Recuerdo la escena: en la campiña japonesa unos bandidos hambrientos atacan a unos viajeros y uno de los bandidos atraviesa a Miyagi con su lanza. Pero lo hace casi inadvertidamente, titubeando, movido por un resto de violencia o por un reflejo estúpido. Este evento posa tan poco para la cámara que esta estuvo a punto de no verlo, y estoy persuadido de que a todo espectador de Cuentos de la luna pálida se le ocurrió la misma idea loca y casi supersticiosa: si el movimiento de cámara no hubiera sido tan lento, la acción se habría producido fuera de cuadro o -¿quién sabe?- simplemente no se habría producido.

¿Culpa de la cámara? Disociándola de las gesticulaciones de los actores, Mizoguchi procede exactamente a la inversa de Kapo. En lugar de una mirada decorativa, Mizoguchi lanza una ojeada que "hace como si no viera", una mirada que preferiría no haber visto nada, y de esa manera muestra el acontecimiento tal como se produce, ineluctablemente y al sesgo. Un hecho absurdo como todo incidente que se convierte en tragedia y carente de sentido, como la guerra, una calamidad que a Mizoguchi nunca le gustó. Un acontecimiento que no nos afecta lo suficiente como para que uno siga su camino avergonzado. Estoy seguro de que en este preciso instante cualquier espectador de los Cuentos sabe absolutamente lo que es el absurdo de la guerra. No importa que el espectador sea occidental, la película japonesa y la guerra medieval: basta pasar del acto de señalar con el dedo al arte de señalar con la mirada para que ese saber, tan furtivo como universal, el único del cual el cine es capaz, nos sea otorgado.

Al optar tan temprano por la panorámica de Cuentos contra el travelling de Kapo, escogí algo cuya gravedad no comprendí sino diez años después, al calor, tan radical como tardío, de la politización post 68 de los Cahiers. Ahora bien, si Pontecorvo, futuro director de La batalla de Argelia, es un cineasta valiente cuyas opiniones políticas comparto en general, Mizoguchi solo vivió para su arte y parece haber sido, políticamente hablando, un oportunista. ¿Donde está la diferencia? Justamente en "el miedo y el temblor". Mizoguchi le tiene miedo a la guerra porque, a diferencia de su hermano menor Kurosawa, los hombrecitos cortándose mutuamente las carótidas contra un fondo de virilidad feudal lo espantan. De ese miedo, de esas ganas de vomitar y de huir proviene aquella panorámica sorprendente. Es ese miedo el que hace que ese sea un momento justo, es decir, un momento que se puede compartir. En cuanto a Pontecorvo, no tiembla ni tiene miedo; los campos de concentración solo lo indignan ideológicamente. Por eso se inscribe "al margen" de la escena, bajo los auspicios proxenetas de un bonito travelling.

El cine -me daba cuenta- oscilaba muy frecuentemente entre esos dos polos. Incluso en el caso de cineastas más consistentes que Pontecorvo, choqué más de una vez contra esa manera contrabandista -la práctica "mosquita muerta" y generalizada del guiño- de sobrecargar con bellezas parásitas o con informaciones cómplices una escena que no necesitaba más. Como la ráfaga de viento que empuja el paracaídas blanco que cubre como un sudario el cuerpo del soldado muerto en Los invasores de Fuller y que me incomodó durante años. Menos, sin embargo, que la pollera levantada de Anna Magnani, víctima de otra ráfaga (de ametralladora) en uno de los episodios de Roma, ciudad abierta. Rossellini también daba "golpes bajos" pero lo hacía de una forma tan novedosa que se necesitaron años para comprender hacia qué abismos nos llevaba. ¿Dónde termina el acontecimiento? ¿Dónde está la crueldad? ¿Dónde empieza la obscenidad y dónde termina la pornografía? Sabía que estas eran las cuestiones, obsesivas, inherentes al cine de "después de los campos de concentración". Cine que yo bauticé, para mí solo y porque tenía mi edad, "cine moderno".

Ese cine moderno tenía una característica: era cruel. Y nosotros teníamos otra: aceptábamos esa crueldad. La crueldad era el "lado bueno". Era ella la que decía no a la ilustración académica y denunciaba el sentimentalismo hipócrita de un humanismo por aquel entonces muy charlatán. La crueldad de Mizoguchi, por ejemplo, consistía en montar al mismo tiempo dos movimientos irreconciliables y en producir un sentimiento desgarrador de "falta de auxilio a persona en peligro". Sentimiento moderno por excelencia, que precedió en tan solo quince años a los grandes travellings impasibles de Week-end. Sentimiento arcaico también ya que esa crueldad era tan vieja como el cine mismo, el índice de lo que era fundamentalmente moderno en él, desde el último plano de Luces de la ciudad de Chaplin hasta El desconocido de Browning, pasando por el final de Nana.

¿Cómo olvidar aquel lento y tembloroso travelling que lanza el joven Renoir frente a Nana en su lecho, sifilítica y agonizante? ¿Cómo hicieron (nos rebelábamos las ratas de cinemateca en que nos habíamos convertido) para ver en Renoir un poeta de la vida beata cuando en realidad era uno de los raros cineastas capaces de liquidar a un personaje a golpes de travelling?

De hecho, la crueldad entraba en la lógica de mi itinerario de combatiente de los Cahiers. André Bazin, que ya había escrito la teoría de esa crueldad, la encontró tan estrechamente ligada a la esencia misma del cine que la convirtió en "su cosa". A Bazin, aquel santo laico, le encantaba Historia de Louisiana de Flaherty porque se veía un cocodrilo comerse un pájaro en tiempo real y en un solo plano: demostración cinematográfica y montaje prohibido. Escoger los Cahiers era elegir el realismo y, como descubrí más tarde, un cierto desprecio por la imaginación. Al "¿Quieres ver? Toma, mira esto" de Lacan, respondía por adelantado un "¿Eso fue filmado? ¡Entonces hay que verlo!". Incluso y sobre todo cuando "eso" resultaba desagradable, intolerable o decididamente invisible.

Ese realismo tenía dos caras. Si era a través de él como los modernos mostraban un mundo sobreviviente, fue a través de un realismo completamente diferente (más bien una "realística") como las propagandas filmadas de los años 40 habían colaborado con la mentira y prefigurado la muerte (el cine francés, cómplice durante la ocupación alemana). Es por eso que resultaba justo, a pesar de todo, llamar al primero de los dos, nacido en Italia, "neorrealismo". Es imposible amar "el arte del siglo" sin ver ese arte trabajando para la locura del siglo y trabajado por ella. A diferencia del teatro (crisis y cura colectivas), el cine (información y luto personales) estaba íntimamente comprometido con el horror del cual apenas se levantaba. Yo heredé un convalesciente culpable, un niño envejecido, una hipótesis sostenida. Envejeceríamos juntos, pero no eternamente.

Heredero consciente, cinéfilo e hijo modelo del cine, con "el travelling de Kapo" como amuleto protector, veía pasar los años con una sorda aprensión: ¿y si el amuleto perdiera su eficacia? Recuerdo cuando, a cargo de un curso muy numeroso como profesor en la Universidad de Censier-París, fotocopié el texto de Rivette y lo distribuí entre mis alumnos para que lo leyeran y dieran su opinión. Todavía estábamos en la época "roja" durante la cual algunos alumnos intentaban recuperar a través de sus profesores migajas de la radicalidad política del 68. Me parece que, por respeto a mí, los más motivados consintieron en ver "De la abyección" como un documento histórico interesante pero pasado de moda. No fui rígido con ellos ni les guardé rencor. Si por casualidad repitiera la experiencia con estudiantes de ahora, no me preocuparía por saber si lo que les perturba es el travelling, sino más bien por saber si existe para ellos algún índice de abyección. Para ser franco, mucho me temo que no lo haya. Esto es señal no solo de que los travellings ya no tienen nada que ver con la moral sino de que el cine está demasiado débil para albergar semejante problemática.

Lo que pasa es que treinta años después de las reiteradas proyecciones de Noche y niebla en el liceo Voltaire, los campos de concentración (que me sirvieron de escena primitiva) dejaron de estar fijados en el respeto sagrado donde los mantenían Resnais, Cayrol y algunos otros. Abandonada a los historiadores y a los curiosos, de ahora en adelante la cuestión de los campos de concentración forma parte de sus trabajos, de sus divergencias, de sus locuras. El deseo "forcluso" que vuelve de manera "alucinatoria a la realidad" es evidentemente aquel que nunca debió volver: el deseo de que no hubieran existido cámaras de gas, ni la solución final ni, in extremis, campos de concentración: revisionismo, faurisonismo, negacionismo, siniestros y últimos "ismos". No es solamente el travelling de Kapo lo que hereda hoy un estudiante de cine, sino una transmisión defectuosa, un tabú mal elevado; en otras palabras, una nueva vuelta de tuerca en la historia estúpida de la tribalización de lo "mismo" y la fobia a lo "otro". Aquel alto en la imagen dejó de operar; la banalidad del mal puede animar nuevos altos, esta vez electrónicos.

En la Francia actual se advierten suficientes síntomas para que, retornando sobre lo que vivimos como Historia, alguien de mi generación tome conciencia del paisaje en el que creció. Paisaje trágico y al mismo tiempo confortable. Dos sueños políticos -el americano y el comunista- trazados por Yalta. A nuestra espalda: un punto de no retorno moral simbolizado por Auschwitz y el concepto nuevo de "crimen contra la humanidad". Frente a nosotros: el impensable y casi tranquilizador apocalipsis atómico. Todo esto, que acaba de terminar, duró más de cuarenta años. Yo formo parte de la primera generación para la que el racismo y el antisemitismo habían sido definitivamente arrojados al "basurero de la Historia". La primera, ¿y la única? La única al menos que no se alarmó fácilmente frente al lobo del fascismo -"¡No pasarán! ¡Los fascistas no pasarán!"- simplemente porque parecía cosa del pasado, sin sentido y de una vez por todas acabada. Error, obviamente. Error que no impidió vivir bien esos "gloriosos treinta años" de abundancia, aunque entre comillas. Ingenuidad, por supuesto, y también creencia ingenua en que, en el campo estético, la necrofilia elegante de Resnais mantendría eternamente "a distancia" toda intrusión no delicada.

"No puede haber poesía después de Auschwitz", declaraba Adorno; más tarde se retractó de su célebre frase. "No puede haber ficción después de Resnais", pude haber dicho yo como un eco, antes de abandonar esa idea un poco excesiva. Protegidos por la onda de choque producida por el descubrimiento de los campos de concentración, ¿creímos que la humanidad había caído (una sola vez pero nunca más) en lo inhumano? ¿Apostamos realmente que, por una vez, "lo peor quedaba a buen recaudo"? ¿Esperamos hasta ese punto que lo que aún no llamábamos la Shoah fuese el acontecimiento único "gracias" al cual la humanidad entera "salía" de la Historia para sobrevolarla un instante y reconocer en ella, evitable, el peor rostro de su posible destino? Parece que sí.

Pero si "único" y "entera" estaban de más y si la humanidad no heredaba la Shoah como la metáfora de aquello de lo que fue y es capaz, la exterminación de los judíos quedará como una historia de judíos, luego -por orden decreciente de culpabilidad, por metonimia- una historia muy alemana, bastante francesa, árabe únicamente de rebote, muy poco danesa y casi nada búlgara. Es a la posibilidad de la metáfora a lo que respondía, en el cine, el imperativo "moderno" de pronunciar el alto en la imagen y el embargo de la ficción. Para aprender a contar de manera distinta otra historia en la cual "el género humano" sería el único personaje y la primera antiestrella. Para dar a luz otro cine, un cine que "sabría" que convertir demasiado pronto el acontecimiento en ficción implica quitarle su unicidad, porque la ficción es esa libertad que desmigaja y que se abre, de antemano, a las variantes infinitas y a la seducción del mentir-verdadero.

En 1989, mientras trabajaba para el diario Libération en Phnom-Phen y en el campo camboyano, vislumbré cómo es un genocidio (e incluso un autogenocidio) que no deja detrás de sí ninguna imagen y casi ninguna huella. La prueba de que el cine ya no estaba íntimamente ligado a la historia de los hombres, ni siquiera en su vertiente inhumana, la constataba yo, irónicamente, en el hecho de que -a diferencia de los verdugos nazis que habían filmado a sus víctimas- los khmers rojos solo habían dejado fotos y osarios. Ahora bien, dado que otro genocidio, el camboyano, se había quedado a la vez sin imágenes y sin castigo, la Shoah misma entraba en el reino de lo relativo por un efecto de contagio retroactivo. Retorno de la metáfora bloqueada a la metonimia activa; de la imagen detenida a la viralidad analógica. Todo ocurrió muy de prisa: desde 1990, la revolución rumana acusaba a asesinos indiscutibles bajo cargos tan frívolos como portación ilegal de armas de fuego y genocidio. ¿Había que volver a empezar todo desde el principio? Sí, todo. Pero esta vez sin el cine. De allí mi duelo.

Porque creímos, indudablemente, en el cine. Es decir, hicimos todo lo posible para no creer en él. Esa es toda la historia de los Cahiers du cinéma post-68 y de su imposible rechazo del bazinismo. Por supuesto que no se trataba de "dormirse en los laureles" ni de descorazonar a Roland Barthes confundiendo la realidad con su representación. Eramos, sin duda, demasiado sabios para no inscribir el lugar del espectador en la concatenación significante o para no vislumbrar las ideologías que persistían detrás de la falsa neutralidad de la técnica. Incluso Pascal Bonnitzer y yo fuimos muy valientes en aquel auditorio universitario repleto de izquierdistas burlones, cuando gritamos con voz temblorosa que una película no se "veía" sino que se "leía". Esfuerzos loables por permanecer del lado de los que no se dejaban engañar. Esfuerzos loables y, en lo que a mí concierne, vanos. Siempre llega el momento en que, a pesar de todo, hay que pagar la deuda en la caja de la creencia cándida y atreverse a creer en lo que se ve .

Ciertamente, no estamos obligados a creer en lo que vemos -incluso es peligroso- pero tampoco estamos obligados a amar el cine. Tiene que haber riesgo y virtud -en una palabra, valor- en el hecho de mostrarle algo a alguien capaz de mirar lo que se le muestra. ¿De qué serviría enseñarle a alguien a "leer" lo visual y a "decodificar" los mensajes si no persiste, así sea mínima, la más arraigada de las convicciones: que ver es siempre superior a no ver? Y que lo que no se vio "a tiempo" no se verá jamás. El cine es el arte del presente. Y si la nostalgia no le sienta para nada, es porque la melancolía es su reverso inmediato.

Recuerdo la vehemencia con que defendí este tema por primera y última vez. Fue en Teherán, en una escuela de cine. Frente a los periodistas invitados, Khemaïs K. y yo, había filas de muchachos con barbas incipientes de un lado y filas de bultos negros del otro (sin duda eran las mujeres). Los muchachos a la izquierda y las chicas a la derecha, según el apartheid en vigor allá. Las preguntas más interesantes (las de las mujeres) nos llegaban en forma de papelitos furtivos. Al verlas tan atentas y tan estúpidamente cubiertas, me dejé llevar por una cólera sin objeto que no iba dirigida a ellas sino a toda la gente del poder para quien lo visible era ante todo lo que debía ser leído, es decir, sospechado de traición y controlado con la ayuda de un chador o de una policía de los signos. Envalentonado por lo extraño del momento y del lugar, lancé una prédica en favor de lo visual frente un público cubierto que asentía con leves movimientos de cabeza.

Rabia tardía, rabia terminal. Porque la época de la sospecha se acabó definitivamente. Solo se sospecha allí donde una cierta idea de la verdad está en juego. Los únicos que reaccionan son los integristas y los beatos, los que le buscan pulgas al Cristo de Scorsese y a la María de Godard. Las imágenes ya no están del lado de la verdad dialéctica del "ver" y del "mostrar"; pasaron íntegramente a formar parte de la promoción, de la publicidad, es decir, del poder. Es demasiado tarde para no empezar a trabajar en lo que queda: la leyenda póstuma y dorada de lo que fue el cine. De lo que fue y hubiera podido ser. "Nuestro trabajo será mostrar cómo los individuos reunidos a oscuras encendían la imaginación para calentar su realidad (el cine mudo). Y mostrar cómo dejaron extinguir la llama al ritmo de las conquistas sociales, contentándose con mantenerlo a fuego lento (el cine sonoro y la televisión en un rincón de la pieza)". Cuando estableció este programa (fue ayer, en 1989), el historiador Jean-Luc Godard podría haber agregado: "¡Al fin solo!".

En cuanto a mí, recuerdo muy bien el momento preciso en que tuve que revisar el axioma del "travelling de Kapo", y también el concepto casero de "cine moderno". En 1979 se exhibió en televisión la serie americana Holocausto, de Marvin Chomsky. En ese momento concluyó una etapa que me envió de regreso a todos mis puntos de partida. Porque si bien los americanos le permitieron a George Stevens realizar en 1945 el sorprendente documental del que hablamos antes, no lo difundieron nunca a causa de la guerra fría. Incapaces de "tratar" esa historia que después de todo no era la de ellos, los empresarios de espectáculos americanos la habían dejado provisoriamente en manos de los artistas europeos. Pero ellos (los americanos) tenían sobre esa historia, como sobre cualquier historia, un derecho preeminente, y tarde o temprano la máquina televisiva hollywoodense se atrevería a contar nuestra historia. Lo haría con todo el respeto del mundo pero no podría hacer otra cosa que venderla como una historia americana más. Holocausto sería entonces la desgracia que le ocurre a una familia judía, desgracia que la separa y la aniquila: con extras demasiado gordos, grandes actuaciones, un humanismo irreprochable, escenas de acción y melodrama. Y el público sentiría compasión.

¿Es únicamente bajo la forma del "docudrama" a la americana como esta historia podría salir de los cineclubes y, por medio de la televisión, interesar a esa versión sumisa de la "humanidad entera" que es el público de la televisión mundial? Seguramente, la simulación-Holocausto ya no apuntaba sobre la alienación de una humanidad capaz de un crimen contra sí misma, sino que permanecía obstinadamente incapaz de hacer resurgir de esa historia a los seres singulares que fueron, uno a uno, con un nombre, un rostro y una historia, los judíos exterminados. Es una historieta (el Maus de Spiegelman) la que se atrevería, años más tarde, a perpetrar ese acto salvador de resingularización. La historieta, no el cine, a tal punto es cierto que el cine americano detesta la singularidad. Con Holocausto Marvin Chomsky volvía a traer, modesto y triunfal, a nuestro enemigo estético de siempre: el buen "poster" sociológico, con su casting bien estudiado de espécimenes sufrientes y su espectáculo de "luces y sonido" de "retratos-hablados" animados. ¿La prueba? En esa misma época empezaron a circular -y a indignar- los escritos revisionistas que niegan la existencia de los campos de exterminio nazis.

Necesité veinte años para pasar de mi "travelling de Kapo" a este Holocausto irreprochable. Me tomé mi tiempo. La "cuestión" de los campos de concentración, la cuestión misma de mi prehistoria, siempre me sería planteada, pero ya no a través del cine. Ahora bien, gracias al cine entendí por qué esa historia me afectaba, por qué lado me agarraba y bajo qué forma se me apareció (un leve travelling que estaba de más). Hay que ser leal hacia el rostro de lo que un día nos transformó. Y toda "forma" es un rostro que nos mira. Por eso nunca creí (aunque les temía) en los que desde el cineclub del liceo huían con voz llena de condescendencia de los pobres locos -y locas- "formalistas", culpables de preferir al "contenido" de las películas el goce personal de su "forma". Solo quien se estrelló muy temprano contra la violencia formal terminará sabiendo de qué manera esa violencia tiene también un "fondo" (pero se necesita toda una vida, la de uno). Y llegará el momento, siempre demasiado pronto, de morir curado, habiendo trastrocado el enigma de las figuras singulares de su historia por las banalidades del "cine-reflejo-de-la-sociedad" y otras preguntas graves y necesariamente sin respuesta. La forma es deseo, el fondo no es más que la tela cuando ya no estamos ahí.

Todo esto me lo decía hace algún tiempo mientras veía por televisión un clip que entrelazaba, melosamente, las imágenes de cantantes muy famosos con las de niños africanos famélicos. Los cantantes ricos -"We are the children, we are the world!"- mezclaban su imagen con la de los niños hambrientos. De hecho, tomaban su lugar, los reemplazaban, los borraban. Fundiendo y encadenando estrellas de la música pop y esqueletos en un parpadeo figurativo donde dos imágenes trataban de ser una sola, el clip ejecutaba con elegancia esa comunión electrónica entre el Norte y el Sur. Aquí está, me dije, el rostro actual de la abyección y la forma mejorada de mi travelling de Kapo. Me gustaría que estas cosas asquearan al menos a un adolescente de hoy, o que le dieran vergüenza. No tanto vergüenza de estar bien alimentado y de ser opulento, sino más bien de que se considere que tiene que ser seducido estéticamente allí donde solo importa la conciencia (aunque sea mala) de ser un ser humano, y nada más.

Sin embargo, terminé por decirme, toda mi historia está ahí. En 1961 un movimiento de cámara estetizaba un cadáver y treinta años más tarde, un fundido encadenado hacía bailar juntos a los muertos de hambre y a los satisfechos. Nada cambió. Ni siquiera yo, siempre incapaz de ver en él lo carnavalesco de una danza de muerte a la vez medieval y ultramoderna. Tampoco cambiaron los conceptos dominantes de la postal bienpensante de la "belleza" consensual. La forma, sin embargo, cambió un poco. En Kapo todavía era posible detestar a Pontecorvo por haber anulado a la ligera una distancia que habría tenido que "respetar". El travelling era inmoral porque nos ponía, a él cineasta y a mí espectador, fuera de lugar. Un lugar en el cual yo no podía ni quería estar. Porque me "deportaba" de mi situación real de espectador como testigo para meterme a la fuerza dentro del cuadro. Ahora bien, ¿qué otro sentido podría tener la frase de Godard, si no el de que no hay que ponerse nunca en donde no se está, ni hablar en el lugar de los demás?

Cuando imagino los gestos de Pontecorvo al decidir el travelling, simulándolo con las manos, le guardo aun más rencor por cuanto en 1961 un travelling representaba todavía rieles, maquinistas, en resumen, un esfuerzo físico considerable. Pero me resulta más difícil imaginar los gestos del responsable del fundido encadenado electrónico de We Are the Children. Lo adivino apretando botones en una consola, tocando las imágenes con la punta de los dedos, definitivamente ausente de lo que (y de los que) ellas representan; incapaz de sospechar que se le puede tener rencor por ser un esclavo de gestos automáticos. Es que pertenece a un mundo -la televisión- en el que, al haber desaparecido poco a poco la alteridad, ya no hay buenos ni malos procedimientos de manipulación de las imágenes. Estas ya no serán nunca "imagen del otro" sino imágenes entre otras en el mercado de las imágenes de marca. Y ese mundo, contra el que ya no me rebelo, que provoca en mí aburrimiento e inquietud, es precisamente el mundo "sin el cine". Es decir, sin el sentimiento de pertenencia a la humanidad a través de un país suplementario llamado cine. Y sé muy bien por qué adopté el cine: para que a cambio me adoptara. Para que me enseñara a tocar incansablemente con la mirada a qué distancia de mí empezaba el otro.

Esta historia, naturalmente, empieza y termina con los campos de concentración porque son el caso límite que me esperaba al comienzo de mi vida y a la salida de la infancia. En cuanto a mi infancia, hubiera necesitado toda una vida para reconquistarla. Es por eso -mensaje para Jean-Louis S.- que terminaré yendo a ver Bambi.


Publicado en Trafic Nº 4, otoño de 1992, Ediciones POL, París. Derechos reservados. Traducción del francés: Mauricio Martínez-Cavard. © 1995

La ética del cineasta ante la inevidencia de los tiempos

Ángel Quintana

1. El año cero

Al final del primer capítulo del imponente proyecto audiovisual indagado por Jean Luc Godard en sus Histoire(s) du cinéma, titulado Toutes les Histoire(s), el cineasta se sumerge en un momento clave en la historia del pensamiento del siglo XX, cuando todo bascula y el cine muestra su compromiso ético. Un rótulo nos indica: “Que cada ojo negocie por sí mismo”. Un fundido encadenado provoca que las imágenes del rótulo se fundan sobre los ojos de Giulietta Massina/Gelsomina en La Strada (1954) de Federico Fellini. Gelsomina, la protagonista del film de Fellini, se convierte en el símbolo de una eterna inocencia que intenta imponer su universo de ilusión en un mundo dominado por la crueldad y la barbarie. Los ojos de Gelsomina se funden con la imagen del gesto trágico que, en otra película, lleva a cabo Edmund, un niño de catorce años, que acerca su mano a sus ojos de adolescente, se los tapa y se lanza al vacío desde lo alto de un rascacielos en ruinas. La cruda imagen corresponde a la escena final de Germania Anno zero (Deutschland im Jahre Null, 1947) de Roberto Rossellini. A diferencia de Gelsomina, que pretende imponer la ilusión en un mundo sin sentido, el joven Edmund se ve incapacitado para encontrar una salida existencial en un mundo en el que las heridas han devenido tan profundas que ya no se vislumbra una posible salida. Edmund ha tenido que vivir en Berlín, en la inmediata postguerra, en compañía de su padre paralítico; su hermano, escondido en el hogar familiar por miedo a las represalias por su pasado nazi, y su hermana, dedicada a la prostitución. Edmund no puede librarse de su educación nazi y de las consignas de su maestro de escuela que le recuerda que “los fuertes tienen que eliminar a los débiles”. Al final de su recorrido, después de haber asesinado a su padre inválido, Edmund no puede hacer otra cosa que suicidarse porque ante sus ojos ni Berlín, ni Alemania, ni Europa tienen futuro. Rossellini rueda Germania Anna zero en Berlín, el año 1946, el año cero que marca un nuevo momento en la historia de la cultura y del pensamiento europeos. Godard recupera este gesto para cerrar su reflexión sobre la relación entre el cine y la historia. ¿Qué representa la muerte simbólica de Edmund para el cine y el pensamiento del siglo veinte? ¿Qué inaugura este gesto fundacional?

El filósofo Gilles Deleuze considera este momento como un instante absolutamente clave en el paso de lo que él llama la imagen movimiento a la imagen tiempo. La imagen movimiento es la imagen sujeta a la idea de acción en la que los héroes ven que algo les afecta y deciden actuar, utilizando como fuerza el impulso de la acción. La imagen movimiento es la imagen del cine clásico, en la que los conflictos se resuelven por la presencia de alguien que se propone liberar la situación del mal y actúa. En el caso de Edmund, en Germania Anno zero de Rossellini, se produce un hecho significativo ya que el protagonista observa una realidad que le afecta -Berlín en la inmediata posguerra- pero se siente impotente para poder actuar frente a una realidad que le supera. Para Deleuze, esta película, junto a la mayoría de obras clave del neorrealismo italiano, inaugura un cine de vidente, en el que la acción de ver se opone al modelo establecido por el cine de la acción. “Por más que el protagonista se mueva, corra y grite, la situación en la que se encuentra desborda por todas partes su capacidad motora, le hace ver y escuchar aquello que de derecho ya no se corresponde con una respuesta a una acción. Más que reaccionar, registra. Más que comprometerse a una acción, se abandona en una visión”. [ ]

Esta presencia de un nuevo cine de sensaciones ópticas opuesto a la acción y abierto a la relación de extrañeza que se evidencia entre los individuos y las cosas, inaugura una actitud ética de compromiso del cine frente a la realidad histórica y explora un terreno insólito y nuevo en el contexto de la inmediata posguerra, definido por Serge Daney como el paisaje de la no-reconcilación política y estética. [ ] Si en el terreno de la cultura resulta imposible, tal como sentenció Adorno, hacer poesía después de Auschwitz, en el cine tampoco se puede continuar mostrando la ilusión después de haber tomado conciencia de la barbarie.

De igual manera que en el pensamiento, resulta imposible en el terreno del cine establecer una reconciliación entre los cineastas -hijos de un tiempo de crisis- y lo visible. Después de la Segunda Guerra Mundial dejó de existir la posible armonía entre los seres y las cosas, entre los individuos y el mundo. El compromiso del cineasta frente a la no-reconcilación abrirá, a partir del neorrealismo, las puertas de una modernidad que se opone al clasicismo. Fabrice Revault Allones cree que, después del año cero anunciado por Rossellini, se abre en el cine una grieta fundamental ya que “los vínculos que unían al hombre con el mundo se rompen, ya no es posible encontrar ninguna evidencia. Es imposible capturar el mundo o dejarse capturar por él, ya que éste ha dejado de comunicar, ya no existe comunicación entre uno mismo y los otros, entre uno mismo y uno mismo”. [ ] El término inevidencia, utilizado por Roland Barthes, caracteriza el nuevo paisaje abierto tras la posguerra y que se ha ido prolongando a lo largo de la historia hasta este final de siglo, en el que el cine ha empezado a hablar tímidamente de reconciliación, de otras formas de armonía y de una necesidad urgente de superación de los conflictos heredados de la experiencia de la alteridad. ¿Cuál es la actitud ética que han adoptado los cineastas frente a la inevidencia del siglo?

2. ¿Qué es un cineasta?

Para contestar con cierta comodidad todas estas cuestiones, podemos exigirnos un cierto rigor conceptual y comenzar nuestro recorrido definiendo qué es lo que entendemos por cineasta. La cuestión no ninguna obviedad ya que no podemos entender como cineasta únicamente a aquella persona que se dedica profesionalmente a hacer películas. Actualmente, tras la idea de hacer películas y la idea de profesional se esconden numerosas contradicciones. La primera contradicción puede ser de carácter terminológico y estar condicionada por la categoría artística que queramos otorgar al cine. Desde una cierta herencia romántica, certificada en los años sesenta por los cineastas de la Nouvelle Vague francesa y su política de autores, el cineasta como autor es aquel que domina el arte del cine e imprime su personalidad a los productos que elabora. La figura del autor, por tanto, adquiere una cierta transcendencia como figura pública capaz de realizar las grandes obras que formarán parte del canon cinematográfico.

Para fijar una definición práctica de lo que entendemos por cineasta y poder contemplar cuál es su postura ética, el paso fundamental que hay que llevar a cabo consiste en establecer un proceso de “desacralización” del cine. Hay que dejar de ver el cine únicamente como un arte y empezar a entender que el estatuto de “arte” no es imprescindible para que el cine pueda mantener una existencia saludable, sino todo lo contrario. El cine es, sobre todo, un medio de expresión con imágenes y el cineasta debe ser considerado un artesano de este medio de expresión. Que, de vez en cuando, este medio de expresión proporcione obras que puedan provocar un impacto estético, y que podemos llegar a calificar como arte, no nos ha de preocupar. El cine no ha de imponerse, como creen obsesivamente algunos críticos, la misión de crear periódicamente algunas obras maestras sin que antes hayamos reflexionado sobre qué quiere decir una obra maestra y cuáles son los atributos que deciden que una determinada obra artística puede ser considerada como obra maestra. La rendibilidad cultural del cine no ha de venir dada forzosamente, tal como se ha creído y se continua creyendo, por la asignación de un espacio privilegiado en el canon de las artes, ni debe estar determinada por su reconocimiento intelectual o académico. Su rendibilidad debe determinarse por la posición que el cine pueda llegar a ocupar respecto a la historia y por su capacidad para llegar a convertirse en un vehículo capaz de generar pensamiento.

Para articular mejor una posible definición de lo que podemos llegar a entender como cineasta, podemos tomar prestada la definición que establecía Jean Claude Biette en un sugerente artículo sobre el tema. Para el analista francés, un cineasta es “aquel que expresa un punto de vista sobre el mundo y sobre en el cine en el acto de hacer su film”. [ ] La definición nos puede resultar útil ya que propone la posibilidad de un doble movimiento. Por un lado, el cineasta es quien vela para que podamos llegar a mantener una percepción particular de la realidad que esté absolutamente relacionada con su contemporaneidad y que exprese un claro compromiso con la lógica del tiempo. Sin embargo, ese cineasta no puede quedarse como un simple observador objetivo de la realidad o como un simple constructor de historias que, a través de un relato y de un trabajo de puesta en escena, afirmen sus preocupaciones personales en el marco de los problemas de su tiempo. El cineasta moderno debe tener un elevado grado de autoconciencia ante su propio mundo y no puede mantener una actitud inocente frente al propio medio de expresión. El cineasta se encuentra en la obligación de exponer cuál es su punto de vista sobre la práctica fílmica que lleva a cabo. Este proceso de autoconciencia sólo es posible mediante el conocimiento profundo del medio de expresión. Este conocimiento no puede pasar, tal como pretenden las escuelas de cine, por el dominio de la técnica sino por la conciencia histórica del camino que ha seguido el propio medio. El conocimiento del medio debe ir acompañado de una preocupación que permita comprender los cimientos teóricos de la cultura en la que se inscribe el acto creativo del cineasta. La actitud autorreflexiva debe hacerse evidente en las propias obras, las cuales no han de generar un proceso ilusionista que haga creer que el cine pone en escena el mundo de forma transparente, sino que han de poner en evidencia la reflexión como cosa inherente al acto de filmación.

Tomando como base la definición de Jean Claude Biette, podemos concluir que la verdadera actitud ética del cineasta sólo puede llegar a surgir partiendo de dos premisas básicas: la implicación con la realidad y la reflexión sobre los límites formales del propio medio de expresión.

3. Mostrar el horror

Theodor Adorno y Max Horkheimer publicaron en los Estados Unidos, donde se encontraban exiliados en 1944, con el título de Fragmentos filosóficos, una obra que daría paso, tres años después, a Dialéctica del iluminismo, un libro que no conseguiría ocupar espacio en el debate filosófico hasta los años sesenta, cuando empezó a ser considerado como una lúcida reflexión sobre los excesos del proyecto ilustrado y sobre la forma en que la idea de modernidad, que surge de la ilustración, entra en crisis desde el momento en que entra en contacto con los elementos de la barbarie que han anunciado los límites del concepto de progreso. En la parte final de Dialéctica del iluminismo, en un capítulo titulado “Apuntes y esbozos”, se pueden leer algunas lúcidas reflexiones escritas en 1944, antes del final de la guerra, sobre el nazismo y la toma de conciencia frente a la barbarie: “En Alemania el fascismo ha vencido con una ideología groseramente xenófoba, anticultural y colectivista. Ahora que devasta la tierra los pueblos deben combatirlo; no hay otro remedio. Pero no está dicho que cuando todo termine deba difundirse por Europa un aire de libertad, no está dicho que sus naciones puedan convertirse en menos xenófobas, anticulturales y pseudocolectivistas que el fascismo del que han debido defenderse. La derrota no interrumpe necesariamente el movimiento del alud” [ ] ¿Cómo pudo combatir el cine de la inmediata posguerra el alud de barbarie que había inundado Europa? ¿De qué armas disponía?

Roma, città aperta de Roberto Rossellini fue concebida inicialmente con el título Storie di ieri -Historias del ayer- y debía rememorar una serie de hechos reales que tuvieron lugar en los años de la ocupación, que asumían la función de convertirse en verdaderos símbolos de hasta donde podía llegar la ignominia nazi. Roma, città aperta es, no obstante, una película que estremeció los límites que el cine se había marcado en el campo de la ética. Y ello porque su gran reto consistió en plantearse, sin ningún miedo, cómo mostrar el horror.

Uno de los momentos clave de Roma città aperta es una escena de tortura. Un oficial de la Gestapo somete a una serie de inhumanas humillaciones a un miembro de la resistencia comunista y hace escuchar sus gritos a un cura prisionero, convertido en símbolo de una cierta lucha cristiana que apoyaba la causa de la resistencia. Rossellini muestra frontalmente el horror y nos enseña el rostro desfigurado del líder de la resistencia. El cineasta contempla el horror sin subrayar sus efectos, considerándolo como un hecho perfectamente delimitado a una realidad histórica. El gesto acaba implicando la pérdida de la inocencia del cine frente a la crueldad del mundo real. Rossellini no puede esconder la verdad y ha de desvelar el horror para combatir aquella historia oficial que se había dedicado a esconder la realidad. Atreverse a contemplar frontalmente el horror supuso uno de los grandes avances morales del cine italiano de la inmediata posguerra e inauguró una nueva forma política de entender el hecho cinematográfico.

El cineasta Víctor Erice, en una conferencia leída el año 1994 en Girona, en el marco del Centro Cultural de la Mercè, evocó la importancia fundamental de este momento: “La complicidad emocional, a flor de piel, que la película de Roberto Rossellini despertó entre la docena de privilegiados espectadores (sólo hemos de pensar en alguno de sus temas: la resistencia contra el fascismo, el compromiso entre católicos y comunistas, unidos en un frente común), nos impidió, quizás, percibir con claridad aquello que de verdad existía detrás de algunas -no todas- de sus imágenes más genuinas: la necesidad de mostrarlo todo, de no callar, que nos parecía unida a la noción de crueldad en la escena en la que el comunista Manfredi era torturado por un miembro de la Gestapo ante los ojos de un tercer personaje. Justamente allí donde un cineasta clásico hubiera utilizado, en el noventa por ciento de los casos, una elipsis, el director de Roma, città aperta no lo hacía. Rossellini no escondía a nuestra mirada el acto del horror; por eso, unos años después, se puede escribir que allí, en aquel preciso instante de Roma, città aperta, había nacido el cine moderno”.

¿Hasta dónde condujo en el cine aquella voluntad ética de mostrar el horror? En el año 1975, después de haber filmado los tres capítulos que integraban la trilogía de la vida, Pier Paolo Pasolini se propuso en Salò o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate de Sodoma, 1975) el reto de trasladar el universo del marqués de Sade a la República de Salò. El resultado fue una película extraña en la que Pasolini, el cineasta que creía que el cine no era más que la lengua escrita de la realidad, se proponía explorar los límites de la visibilidad fílmica. La película mostraba un grupo de nazis que se dedicaban, con exquisita complacencia, a contemplar el proceso de degradación al que eran sometidos una serie de jóvenes obligados a comportarse como esclavos con el objetivo de avivar el placer sadomasoquista, especialmente orientado hacia la dimensión más voyeurista, de sus patronos. Pasolini no sólo mostraba la tortura frontalmente sino que se atrevía a mostrar la humillación sexual, acompañada del proceso de destrucción del alguno de los valores éticos fundamentales del ser humano. Pasolini había llevado al cine a un callejón sin salida ya que después de la experiencia de Salò nunca más otro cineasta volvería a ir tan lejos.

Pocos días después del estreno de Salò, Pasolini fue entrevistado en la RAI por el periodista Furio Colombo. El título de la entrevista, sugerido por el propio Pasolini, era premonitorio: “Estamos todos en peligro”. Pasolini recordó que los individuos que realmente habían pasado a la historia eran aquellos que habían aprendido a decir no. Para Pasolini, la Italia de los años setenta, que había puesto en evidencia los primeros síntomas derivados de los excesos del milagro económico, había entrado en una profunda crisis. El drama del mundo se definía para el cineasta en los siguientes términos: “La tragedia es que ya no hay seres humanos, hay extrañas máquinas que chocan las unas con las otras. Y nosotros, los intelectuales, cogemos el horario de trenes del año pasado o de hace diez años, y después decimos: pero qué extraño; si estos dos trenes no pasan por allí”. [ ] La entrevista fue el último acto público de Pasolini. A la mañana siguiente, 2 de Noviembre, su cuerpo desfigurado fue encontrado sin vida en la playa de Óstia. ¿Qué valor simbólico tuvo la muerte de Pasolini? ¿No era su cadáver el cadáver de una modernidad que se quería muerta y enterrada?

4. Mostrar la denegación

En Francia, Jean Renoir, que durante la época del Frente Popular se había convertido en uno de los cineastas más comprometidos con la situación política y que después del fracaso de la política de Leon Blum se sintió desconcertado y amargado por el destino que iban adquiriendo las diferentes ilusiones de cambio social, decidió rodar, en el año 1939, La regla del juego (La règle du jeu), una de las radiografías más incisivas que se han llevado a cabo sobre el estado de desconcierto moral que reinaba en la Europa de antes de la guerra. El objetivo de Renoir consistía en contemplar los juegos estériles de una clase social condenada a la autodestrucción.

Para Jean Renoir, la estrategia no consistía en mostrar los numerosos peligros que amenazaban la sociedad, encarando frontalmente la situación política de la época, sino reflexionar sobre una Europa a punto de caer en la barbarie mediante la observación de una serie de personajes que se entretenían bailando -como si nada pasara- cerca del cráter de un volcán que está a punto de entrar en erupción. La actitud de Renoir ante los hechos históricos no consistía en mostrar el compromiso, ni en describir el horror y sus efectos, sino en retratar la existencia de unos seres que niegan su presente, que se refugian en sus juegos estériles. En un estudio sobre La regla del juego, Francis Vanoye llama a esta actitud denegación: “Todos los personajes son seres estériles, sin futuro, condenados a una situación trágica, pero lo disimulan fingiendo que piensan en otras cosas: en la casera, en los autómatas y en el amor. Es lo que se llama denegación y que Renoir pone en evidencia mediante la coexistencia constante en el interior de su película de motivos de fiesta, placer y muerte”. [ ] Mientras los autómatas que el Marqués de la Chesnaye ha coleccionado bailan al ritmo de un gran órgano, entre el público que asiste a la fiesta que ha organizado en su finca de La Colinière aparecen unos personajes disfrazados de esqueletos que también bailan, en medio de los aristócratas, pero bailan la danza de la muerte. La regla del juego acaba adquiriendo la forma de una “reflexión sobre la denegación como origen del mal. Renoir describe una sociedad que con sus juegos estériles cierra los ojos a los peligros del fascismo”. [ ]

¿Cuál era la situación política que negaban los aristócratas de La regla del juego? Jean Renoir empezó la película el mes de Septiembre de 1938. En aquel momento Francia y Gran Bretaña acababan de firmar los llamados acuerdos de Munich con Italia y Alemania. Estos acuerdos permitían a Hitler tomar posesión de una serie de territorios checoslovacos situados en la frontera alemana, fomentando así la política de expansión del Tercer Reich. Cuando la película fue estrenada, en septiembre de 1939, se decretó la movilización general en Francia, ya que había empezado la invasión alemana. El gobierno alemán no tardó mucho en ocupar Francia y en provocar la firma de los acuerdos de Vichy que regulaban una determinada forma política de colaboración con el fascismo. La regla del juego se estrenó cuando en Europa acababa de estallar el polvorín de la guerra. La película fue un fracaso; nadie hizo caso de sus insinuaciones y su verdadera dimensión no fue reconocida hasta algunos años después de la guerra. Nadie creyó la ficción cinematográfica, nadie creyó que aquella aristocracia que bailaba la danza la muerte acabaría apoyando al gobierno de Vichy.

5. Mostrar la inevidencia

El 18 de agosto de 1950, Cesare Pavese escribió en su diario: “Cuanto más determinado y concreto es el dolor, más se debate el instinto de la vida y cae la idea de suicidio. Parecía fácil, al pensarlo. Y sin embargo, lo han hecho mujercitas. Se necesita humildad, no orgullo. Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”. [ ] Con este texto, Pavese clausuró las notas dispersas que marcaban un itinerario autobiográfico que arrancaba un 6 de octubre de 1935 y acababa con la constatación de su propio suicidio.

La muerte de Cesare Pavese tuvo lugar en una Italia que había surgido de la oscuridad y del régimen de corrupción de la inmediata posguerra para empezar a forjar un camino hacia las promesas de la sociedad del bienestar. Pavese, sin embargo, no pudo superar la angustia interior. Las promesas de transformación económica que surgieron en su país no hicieron más que afianzar el sentimiento de vacío y la constatación de que se había abierto una vía que acabaría conduciendo de la miseria física -la pobreza de la posguerra- a la miseria moral -la alienación-. No deja de ser curioso que el suicidio tuviera fuerte presencia tanto en la literatura como en el cine italiano de los años cincuenta.

Aunque Michelangelo Antonioni sólo adaptó directamente el universo de Pavese en Le amiche (1955), podemos establecer un cierto paralelismo entre las dos poéticas. El cine de Antonioni parte de la constatación de que se ha producido una ruptura irreversible entre los seres y las cosas que impide toda posibilidad de armonía en el mundo contemporáneo. El cineasta debe mostrar esta inevidencia, reflejando la trayectoria de unos seres condenados a una errancia sin destino prefijado.

La mostración de la inevidencia como reflejo de la profunda crisis moral que se sufría en la Europa de la época aparece en Il Grido (1957) de Michelangelo Antonioni, el único film de la obra del cineasta que transcurre en un ambiente marcadamente proletario. Al principio de la película una ruptura amorosa obliga a Aldo, el protagonista, a llevar a cabo un viaje errante por diversos lugares del valle del Po. A primera vista, los elementos iconográficos que muestran el paseo de Aldo no parecen encontrarse demasiado lejos de los de Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948) de Vittorio De Sica. Aldo es un trabajador desclasado que deambula en busca de una incierta felicidad. Entre la sociología de la cotidianidad descrita por De Sica y el film de Antonioni existe, no obstante, una barrera difícil de superar ya que la crisis de Aldo no es una crisis social -como la del trabajador sin bicicleta- sino una crisis interior dado que es un obrero que no puede amar, que no puede comunicarse con el otro y que no encuentra ningún sentido a los elementos constitutivos de su entorno. A pesar de ser un obrero, Aldo ya no espera nada de ningún cambio social, lo único que cuenta son sus sentimientos individuales. Aldo ha perdido sus raíces porque el mundo ha perdido su evidencia. No existe adecuación posible entre aquello que existe, lo que Aldo es y lo que el mundo aparenta querer ser. Il Grido acaba con el suicidio de Aldo y con la constatación de que frente a la desesperación sólo queda la fuerza del grito.

Antonioni mostró cómo se opera una mutación importante dentro de una Europa que en los años cincuenta continuaba profundamente marcada por el peso de las principales ortodoxias. La mutación consistía en la forma en la que la crisis se había desplazado desde el exterior hacia el interior. El año 1955, el escritor Italo Calvino ya describió las características esenciales de esta mutación: “En esta nueva situación, la representación de las transformaciones del mundo exterior va perdiendo interés: es la interioridad la que domina el nuevo paisaje. El hombre de la segunda revolución industrial se dirige hacia la única parte no programada del universo: la interioridad, el self, la relación no mediatizada entre la totalidad y el yo”. [ ] Si el horror había ido del exterior hacia el interior, la actitud ética del cineasta de los años cincuenta consistía en mostrar los efectos de esta crisis interior, la manera en que se hacía visible en el rostro y la conducta. No es ninguna casualidad que la pregunta clave que se planteó Antonioni en este período fuera: ¿Qué significa mirar cuando se han roto los lazos que nos unen con el mundo?

6. La ética reside en la forma

El mes de junio de 1961, en el número 120 de la revista Cahiers du Cinéma, Jacques Rivette publicaba, con el significativo título “De l’abjection”, una crítica de la película Kapo (1960) de Gillo Pontecorvo. La película se había planteado como una obra progresista, hecha desde unos postulados marcadamente de izquierdas, que incidía en el problema de los campos de concentración. Jacques Rivette denunció la película en los siguientes términos: “Mirad en Kapo, el plano en el que Emmanuelle Riva se suicida lanzándose sobre las alambradas electrificadas: el hombre que decide en estel momento hacer un travelling hacia adelante para reencuardar el cadáver en contrapicado, procurando inscribir exactamente la mano levantada de éste en un ángulo de su encuadre final, sólo tiene derecho al más profundo desprecio... Hay cosas que no pueden abordarse más que con temor y un sincero escalofrío; la muerte es una de ellas, sin duda. ¿Cómo no sentirse impostor en el momento de filmar algo tan misterioso? Más valdría en todo caso plantearse la cuestión e incluir de algún modo esta interrogación sobre la postura moral del realizador”. [ ]

Jacques Rivette consideraba que un simple travelling hacia delante con la finalidad de resaltar el efecto dramático del acto de morir para buscar una determinada belleza estandarizada capaz de llegar a conmover al espectador no era más que un abuso de la forma que ponía en cuestión la moralidad del punto de vista del realizador. La abyección consistía en el subrayado, en no saber mantener la distancia, en forzar, utilizando los recursos más estrafalarios, la posición afectiva del espectador frente a una expresión en imágenes de la barbarie. Rivette acaba constatando que en el cine los temas nacen libres y que lo que realmente cuenta es el tono, el acento que quiere utilizar el autor frente al tema tratado. Este acento no sólo se evidencia en la construcción de guión sino básicamente en el proceso de puesta en escena. No basta con que Kapo sea una película de izquierdas con mensaje, es necesario que muestre una actitud justa frente al tema.

Un año después, José Luis Guarner se hizo eco de la polémica aparecida en Cahiers du Cinéma en un artículo titulado “Las gafas de Parménides”. Guarner se adhería a la reflexión y denunciaba: “Nada más fácil que desenmascarar a los cineastas insinceros, a quienes tras una apariencia brillante de profundidad sólo buscan deslumbrar o impresionar al espectador sin reparar en los medios. No basta mostrar una fila de hombres y mujeres desnudos haciendo cola ante la entrada de una cámara de gas para lograr una denuncia válida contra el nazismo, como han creído los autores de Kapo”. [ ]

La reflexión puede resultar sorprendente después de que buena parte del cine actual se haya articulado a partir de la voluntad manifiesta de buscar formas expresivas de exaltación del famoso travelling de Kapo sin que en ningún momento exista un debate sobre la moralidad de la forma de las imágenes. Las filas de seres humanos desnudos dispuestos a entrar en las cámaras de gas se convirtieron en uno de los principales puntos de referencia iconográfica de una película oscarizada, La lista de Schlinder (The Shlinder’s list, 1994) de Steven Spielberg. En esta ocasión, el cineasta americano decidió no imponerse límites morales y reconstruyó la solución final, el momento en que las víctimas son gaseadas y exterminadas. Spielberg, sin embargo, se cubrió las espaldas y ofreció una imagen del holocausto en blanco y negro. Su decisión, no obstante, no estuvo condicionada por un simple efecto estético, sino por un deseo de llevar a cabo un acto de simulacro. El holocausto fue reconstruido como ficción, tomando como base la estética de las imágenes documentales. En este caso, como en buena parte de los productos de la posmodernidad, el problema no consistía en la propia retórica de las imágenes sino en la forma como los audiovisuales sustituyen y camuflan el mundo.

A partir de la escena de tortura de Roma, città aperta se perdió la conciencia de que el cine moderno era cruel y que el espectador debía aceptar esta crueldad mirando, si era necesario, de cara al horror. La cultura de la posmodernidad se ha caracterizado por el exceso; la observación del horror ha pasado a transformar la sangre en un grand guignol, el sufrimiento humano en simple parodia. Cerca de cincuenta años después de que Rossellini mostrara las torturas del nazismo, Quentin Tarantino abandonó su trabajo en un videoclub para debutar en la dirección cinematográfica con la puesta en escena de un acto de tortura. En Reservoir dogs (1992), un grupo de mafiosos tortura a un policía que han tomado como rehén en el curso de un atraco. La víctima está atada a una silla, la golpean, le cortan un trozo de oreja y rocían todo su cuerpo de gasolina. Tarantino muestra toda la escena de tortura pero, en este caso, el efecto que produce la mostración del horror es el de la diversión. La crueldad no tiene límites, el sufrimiento de las víctimas no cuenta, todo forma parte de un gran chiste visual que pretende reevaluar la importancia del entretenimiento. ¿Por qué en la cultura de la posmodernidad la mostración desemboca en el exceso? ¿No será que después de habernos acostumbrado a comer diariamente acompañados de imágenes de horror provenientes de una televisión hemos devenido insensibles al sufrimiento de los otros? La nueva ética del cine quizás ya no consiste en la mostración sino en la elipsis, en dejar de explicitar la barbarie...

Serge Daney decidió recuperar la polémica sobre el travelling de Kapo en los años ochenta y, a la manera de José Luis Guarner, realizar un ejercicio de revisión de la función de la crítica. Después de examinar cómo en el terreno audiovisual habíamos acabado sufriendo una mutación que nos había conducido desde el mundo -el cine- a la sociedad -la televisión- con el objetivo de examinar nuestros desperdicios, Daney acababa insistiendo en la importancia que para la crítica puede continuar teniendo la creencia firme en que la moralidad cinematográfica se pone siempre de manifiesto en el buen uso de la forma, de los recursos de puesta en escena. Daney reconocía que si algo había aprendido en el ejercicio de su oficio eso era la creencia de que se debe “tener en cuenta que la esfera de lo visible ha dejado de estar enteramente disponible, que hay ausencias y huecos, imágenes que faltarán siempre y miradas para siempre insuficientes”. [ ] Quizás, la verdadera ética del cine consiste en el respeto hacia aquellas áreas de visibilidad que no están disponibles, en no querer verlo todo y no forzar la imagen de aquello que no quiere -o no necesita- dejarse ver.

[13] Daney, Serge. “Le travelling de Kapo”. Traffic, 4, otoño de 1992. Pág.11